Editorial I
Los intelectuales y el poder
Pocas cuestiones han sido tan debatidas en el campo de las ciencias sociales como la relación entre los intelectuales y la política. Sin embargo, ya nadie duda de que el pensamiento reviste una dimensión ética que supone el compromiso del intelectual con el progreso de la sociedad. Entre nosotros, el vínculo entre actividad intelectual y militancia política tiene una larga tradición, igual que en otras sociedades de América latina. Para Echeverría, Mitre, Alberdi, Sarmiento, no cabía separar la acción del pensamiento.
Pero en la historia reciente también son numerosos los ejemplos de intelectuales que lejos de toda ecuanimidad se han dejado fascinar por la ideología del poder y por el poder de la ideología.
Hay que aplaudir que en el momento más severo del conflicto rural se haya formado en torno del Gobierno un círculo de escritores y profesionales que tomaron para sí la tarea de defender con argumentos lo que, por un buen tiempo, parecía solamente prepotencia. Ese círculo se denominó Carta Abierta. La capacidad que tuvieron para congregarse y fijar una postura común debería servir de ejemplo, como señaló brillantemente en estas páginas Luis Gregorich, a los intelectuales que se identifican con la oposición.
Sin embargo, hay que advertir cómo en los sucesivos pronunciamientos de ese grupo que se asume como de izquierda apareció una llamativa sustitución de experiencias reales por fenómenos imaginarios. En vez de enriquecer la visión del oficialismo sobre la realidad del país, los dictámenes que emitió Carta Abierta, y que sigue emitiendo, ahora con motivo de operaciones menos épicas, como la estatización de Aerolíneas Argentinas que lleva adelante el secretario de Transporte Ricardo Jaime, reprodujeron, con una sofisticación literaria rayana en el fárrago y hermetismo, los prejuicios que se ponían de manifiesto en el discurso del gobierno de manera menos pulida.
De este modo, en un entramado social agropecuario que protagonizó una profunda modernización en los últimos 20 años, se quiso identificar a una supuesta oligarquía vacuna. Y en la protesta contra el abuso de poder, fiscal y, más tarde, físico, del gobierno y sus grupos de choque, se pretendió localizar un movimiento golpista.
Ese punto de vista, por el cual se señala en lo que está ocurriendo la repetición de procesos y situaciones ya ocurridos y clausurados mucho antes en la historia, es acaso el signo más elocuente del espíritu conservador y retardatario de pronunciamientos en defensa del Gobierno. Una inquietante ceguera frente a la novedad y el cambio.
También el inventario de conceptos con el que esos intelectuales abordan los asuntos públicos está integrado por melancólicas reliquias ideológicas. Como si ellos hubieran renunciado a la lectura y a la información después de cerrar los textos con que estudiaron en la facultad hace 30 o 40 años. La presunción de que todavía es posible una "vía nacional al desarrollo" o la hipótesis de que el Estado puede administrar lo que ni siquiera supo controlar, ya fueron revisadas y abandonadas por la izquierda allí donde esa corriente tomó nota del estrepitoso fracaso de lo que se denominó el "socialismo real".
El temperamento reaccionario de esas cartas abiertas aparece también en otro rasgo llamativo: la atribución de una postura progresista a las gestiones de gobierno de la familia Kirchner. Ese diagnóstico constituye una de las claudicaciones más notorias de una franja de la intelectualidad que se define como de izquierda. Para proceder como lo hacen, esos intelectuales deben desconocer, subestimar o negar las reiteradas conductas antidemocráticas, por no decir antiéticas, en que han incurrido sus principales voceros. Corrupciones notorias, violentas descalificaciones de toda disidencia con el punto de vista oficial, tergiversaciones de datos económicos, alianzas con demagogos, subestimación del diálogo, rígido hegemonismo caudillesco, desdén de la prensa, prebendarismo abierto, negociados generalizados, ¿pueden ser obviados por la sensibilidad de estos intelectuales a la hora de ponderar las conductas políticas del partido gobernante? ¿Cómo es ello posible? El hecho sólo se explica donde el cansancio de la responsabilidad crítica cede a la tentación de buscar refugio en la certeza ciega.
Posiblemente, esta complaciente sujeción de intelectuales afines al oficialismo a semejante estrechez analítica constituya uno de los triunfos menos esperados y más profundos del ex presidente Néstor Kirchner, quien, como ha afirmado José Pablo Feinmann públicamente en la Feria del Libro de 2007, no vaciló en buscar apoyo en sectores corporativos ultraconservadores y mafiosos tras renunciar a su retórico proyecto de transversalidad.
La civilización alcanzó un estado, denominado "sociedad de la información", que reclama cada vez más de los intelectuales, esos "analistas simbólicos" de los que habló Jeremy Rifkin, independencia de criterio para señalar líneas de sentido en el mar de datos en el que habitualmente nos movemos.
No se trata, claro está, de prescindir del compromiso cívico, de darle la espalda al escenario del debate público sobre las cuestiones fundamentales de la sociedad. Se trata de no caer en claudicaciones éticas que afectan aún más nuestra ya debilitada democracia y que arrojan hacia el porvenir una sombra de duda sobre el papel que la educación y la cultura pueden cumplir entre nosotros.
Los intelectuales y el poder
Pocas cuestiones han sido tan debatidas en el campo de las ciencias sociales como la relación entre los intelectuales y la política. Sin embargo, ya nadie duda de que el pensamiento reviste una dimensión ética que supone el compromiso del intelectual con el progreso de la sociedad. Entre nosotros, el vínculo entre actividad intelectual y militancia política tiene una larga tradición, igual que en otras sociedades de América latina. Para Echeverría, Mitre, Alberdi, Sarmiento, no cabía separar la acción del pensamiento.
Pero en la historia reciente también son numerosos los ejemplos de intelectuales que lejos de toda ecuanimidad se han dejado fascinar por la ideología del poder y por el poder de la ideología.
Hay que aplaudir que en el momento más severo del conflicto rural se haya formado en torno del Gobierno un círculo de escritores y profesionales que tomaron para sí la tarea de defender con argumentos lo que, por un buen tiempo, parecía solamente prepotencia. Ese círculo se denominó Carta Abierta. La capacidad que tuvieron para congregarse y fijar una postura común debería servir de ejemplo, como señaló brillantemente en estas páginas Luis Gregorich, a los intelectuales que se identifican con la oposición.
Sin embargo, hay que advertir cómo en los sucesivos pronunciamientos de ese grupo que se asume como de izquierda apareció una llamativa sustitución de experiencias reales por fenómenos imaginarios. En vez de enriquecer la visión del oficialismo sobre la realidad del país, los dictámenes que emitió Carta Abierta, y que sigue emitiendo, ahora con motivo de operaciones menos épicas, como la estatización de Aerolíneas Argentinas que lleva adelante el secretario de Transporte Ricardo Jaime, reprodujeron, con una sofisticación literaria rayana en el fárrago y hermetismo, los prejuicios que se ponían de manifiesto en el discurso del gobierno de manera menos pulida.
De este modo, en un entramado social agropecuario que protagonizó una profunda modernización en los últimos 20 años, se quiso identificar a una supuesta oligarquía vacuna. Y en la protesta contra el abuso de poder, fiscal y, más tarde, físico, del gobierno y sus grupos de choque, se pretendió localizar un movimiento golpista.
Ese punto de vista, por el cual se señala en lo que está ocurriendo la repetición de procesos y situaciones ya ocurridos y clausurados mucho antes en la historia, es acaso el signo más elocuente del espíritu conservador y retardatario de pronunciamientos en defensa del Gobierno. Una inquietante ceguera frente a la novedad y el cambio.
También el inventario de conceptos con el que esos intelectuales abordan los asuntos públicos está integrado por melancólicas reliquias ideológicas. Como si ellos hubieran renunciado a la lectura y a la información después de cerrar los textos con que estudiaron en la facultad hace 30 o 40 años. La presunción de que todavía es posible una "vía nacional al desarrollo" o la hipótesis de que el Estado puede administrar lo que ni siquiera supo controlar, ya fueron revisadas y abandonadas por la izquierda allí donde esa corriente tomó nota del estrepitoso fracaso de lo que se denominó el "socialismo real".
El temperamento reaccionario de esas cartas abiertas aparece también en otro rasgo llamativo: la atribución de una postura progresista a las gestiones de gobierno de la familia Kirchner. Ese diagnóstico constituye una de las claudicaciones más notorias de una franja de la intelectualidad que se define como de izquierda. Para proceder como lo hacen, esos intelectuales deben desconocer, subestimar o negar las reiteradas conductas antidemocráticas, por no decir antiéticas, en que han incurrido sus principales voceros. Corrupciones notorias, violentas descalificaciones de toda disidencia con el punto de vista oficial, tergiversaciones de datos económicos, alianzas con demagogos, subestimación del diálogo, rígido hegemonismo caudillesco, desdén de la prensa, prebendarismo abierto, negociados generalizados, ¿pueden ser obviados por la sensibilidad de estos intelectuales a la hora de ponderar las conductas políticas del partido gobernante? ¿Cómo es ello posible? El hecho sólo se explica donde el cansancio de la responsabilidad crítica cede a la tentación de buscar refugio en la certeza ciega.
Posiblemente, esta complaciente sujeción de intelectuales afines al oficialismo a semejante estrechez analítica constituya uno de los triunfos menos esperados y más profundos del ex presidente Néstor Kirchner, quien, como ha afirmado José Pablo Feinmann públicamente en la Feria del Libro de 2007, no vaciló en buscar apoyo en sectores corporativos ultraconservadores y mafiosos tras renunciar a su retórico proyecto de transversalidad.
La civilización alcanzó un estado, denominado "sociedad de la información", que reclama cada vez más de los intelectuales, esos "analistas simbólicos" de los que habló Jeremy Rifkin, independencia de criterio para señalar líneas de sentido en el mar de datos en el que habitualmente nos movemos.
No se trata, claro está, de prescindir del compromiso cívico, de darle la espalda al escenario del debate público sobre las cuestiones fundamentales de la sociedad. Se trata de no caer en claudicaciones éticas que afectan aún más nuestra ya debilitada democracia y que arrojan hacia el porvenir una sombra de duda sobre el papel que la educación y la cultura pueden cumplir entre nosotros.
FUENTE: DIARIO LA NACIÓN. 5 DE OCTUBRE.
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